viernes, 1 de julio de 2011

Un acto solipsista

Se suelta, se ve soltar; y cae. Cae estrépito. Cae incierto. Dibuja la caída entre la irregularidad de los tumbos como una geografía insensata pero inevitable. El aire pasa, por él que pasa, que vuelve cayendo por mirar y se confunde con los escombros que su sombra contra el piso diversifica. Abajo están los axiomas defensivos, los relatos explicativos, los relatos que escuchó como las exequias de la subsistencia. Entonces estira los huesos, las estructuras más elementales, la vegetación y sus opacidades, y las deja atravesar por el aire que lo abraza, que lo cubre y estalla, y se sumerge. Y entonces cae sin trampas, más allá de las excusas usualmente elegidas para atestiguar cualquier caída. Y se convierte en la misma agitación que lo sostiene hacia el suelo. Gira, y se permite escrutar el espacio que ahora es él. Es el agujero, ahora él es la forma de ese agujero, y como un frenesí sin fin alguno alcanza a percibirse sin temor. Se escucha el golpe…, y luego un estruendo infinito que durará lo que su escandaloso arrebato tarde en deshacerse nuevamente.

La política de las negociaciones

La mentira ya no tenía comienzo. Se había perdido en algún lugar, en algún punto del relato. Como el sol de esa mañana, lo cubría todo. Su comienzo era informe, había sido desdibujado por hechos esquivos, volátiles, sutiles modificaciones en la geografía de las mediaciones familiares. La arbitrariedad de su mecanismo había sido suplantada por la naturaleza del artificio. Como un artefacto corporal, los años habían hecho su aporte, las circunstancias de la intimidad habían colaborado silenciosamente y en las reuniones en las que todos coincidían, acumulaban las migas en la mesa ante los ojos de todos, que miraban hacia delante, por sobre esos restos que como huellas, señalaban lo indigerible de esa imagen que petrificada, era su roca. El inicio de la mentira había logrado esfumarse a través de los actos y de todos los actos que no habían tenido lugar. Actuaba sin descanso, revolvía las conversaciones, irrumpía entre las conversaciones, las historias se desmembraban y nadie comprendía realmente a que se referían. Qué era lo que se hablaba, a quién se referían. Nadie podía precisarlo claramente y todos reían y mientras reían festejaban el encanto de esa ilusión. Sobre esa estrategia de la confusión la mentira había logrado imponerse inequívocamente. Y todos la habían alimentado y todos habían mirado desentendidos esa forma a la que daban sustancia, borrando, embarrando, recortando las escenas. De hecho ese era el mecanismo para alcanzar su mayor extensión, su mayor intensidad, más allá del origen. De ahí procedía su éxito, de esa cualidad arborescente. Todos habían actuado según la imposición de esa escenificación y todos de alguna manera habían pagado por ello, todos. La fuerza de esa catástrofe no había dejado nada en pie. Y él se encontraba ahí, como testigo, petrificado, lo sabía, lo supo siempre y ya no quedaba nadie para dar prueba de esa confusión que todos creyeron verdad. A quién engañaría, a quién diría la verdad, sólo, en ese marco limitado a una porción de la imagen.