sábado, 4 de diciembre de 2010

El sujeto perdido

Comunidad, ¡Qué ganga!
La cabeza pesa, engendro preparado para el siniestro como una masa viscoza llena de imágenes acumuladas. Su movimiento todo lo ocupa, llena las oquedades del cuerpo y lo traspasa, lo retiene. Persigue la certidumbre, la indiscutible certidumbre y se convierte en el trono de los salvoconductos, el rey primario, nuestro Hamlet intoxicado. Ahí está ella. Perversa e incuestionable. Hoy desperté sin excusas para su enfrentamiento. Decidí atascarla, acorralarla, retenerla con elucubraciones y estirarla sobre los actos de los otros, de los vivos, de los que se dicen vivos, de los que se creen aptos, los que aman el amor que les es dado. Ahí la veo, la someto. La certidumbre. Como un pantano firme y esponjoso, meto mis manos en su causa y la desgrano hasta el cansancio. Así se clasifica, así se denomina. Haciendo de algo lo apropiado: la historia del dominio, pero con una sola imagen ¿Los dominados? Ahí está la comunidad, ahí está su encanto. Nunca más nos sentiremos solos, nunca más estaremos alejados. A fuerza de borrar los nombres, deshacemos la distancia. La historia de la cercanía es
la forma en que los nombres se despojan de sus arbitrariedades, de sus tramas específicas: de particularidades sociales pasan a ser restos petrificados de traumas desdibujados. Llegamos así a la conquista, el plusvalor del apoderado, el punto más alto por el que la violencia es asegurada como un bien.


La historia de la conquista es la historia de cómo el nombre es superpuesto sobre el territorio, hasta ese momento descomunal y salvaje, que asume una forma y una medida por el acierto de una palabra: la del que ha quedado en pie luego de la batalla. El cuerpo agonizante espera fuera de campo.